Con un pie en la adolescencia y otro pie en la etapa adulta, durante una noche de primavera me escondí en el armario de un primo por el que sentía una fuerte contracción entre las piernas cada vez que lo veía.

No suele estar bien visto este tipo de morbos con parientes cercanos, pero en aquellos momentos me daba igual, incluso me atraía más por lo transgresor y atípico de la situación. Nunca me gustó seguir un patrón de actuación estandarizado.

Fue entonces cuando, pasando unos días de vacaciones en su casa de un cateto poblado de Zaragoza, me escondí en el armario de su cuarto, pues me dio el pálpito de que iría a pernoctar acompañado por una morena de Ejea de los Caballeros, la aldea de al lado.

Actuación arriesgada la mía, pero proporcionalmente morbosa, haciendo uso de mis capacidades para subirme la adrenalina de la mejor manera que se me ocurriese, pues en el peor de los casos de una fallida maniobra, siempre pudiese haber salido más catastrófico.

Y tal y como imaginé, a las 2 a.m. apareció mi guapo primo Reinerio con un bombón aún mejor, el que me hizo desviar la atención de la minga de mi pariente. Si yo ya tenía contracciones vaginales por mi natural libido, el siguiente paso era ponerme a romper aguas y empaparme hasta las rodillas con mis flujos vaginales.

El muy cerdo le estuvo mamando y apretujando los senos como si fuesen globos de agua. En esos momentos llegué a odiarlos, yo quería unos pechos iguales para mí, pero no tardé en desbordar mi caudal a lo largo de mis ingles con sus magreos y las embestidas que le espetó a cuatro patas, como si de una canina se tratase.

Dos horas más tarde se fueron, y pude salir ilesa del armario empotrado, aunque con las rodillas un poco enrojecidas. Pero por lo demás, sumé una unidad más a mi lista de experiencias voyeur satisfactorias.






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